Artista
Daniela Chirino Santis (Chile, 1986)
Curatoría
Manuel Díaz Glaves, Chile
Texto
Emprender un viaje no siempre es lineal. No siempre es una persona mirando por la ventana. A veces, es lo que se ve desde ella: los paisajes, las formas, los fragmentos del mundo que se construyen con color y memoria, con razón y acción, con un gesto. En ese mirar hacia fuera también se abre un reflejo interior. Aparecen imágenes que no solo se observan, sino que se recorren con la mirada y con la piel. Se arman desde lo íntimo y lo simbólico, como una coreografía de recuerdos.
Es en este transitar donde emergen los momentos, se presentan como escenarios, como destellos, como mapas que cambian con cada paso. Fragmentos de montañas, cielos, personas, casas y árboles se transforman en retratos emocionales, en señales de un paisaje interno que se activa a través del hilo y la imagen plasmada. Lo que se ve no es solo lo exterior; es una proyección sensible de lo vivido. Y con cada puntada, se traza una marca, una dirección. El vaivén del bordado se convierte en una forma de avanzar, como si la aguja siguiera una red secreta, un mapa dibujado por la experiencia y la intuición.
En este proceso, el habitar no se revela como un lugar fijo, sino como una práctica constante. Habitar el cuerpo, el recuerdo, la herida, la espera, la esperanza. Son experiencias que se construyen con el tiempo y en los espacios que dejan huella. Las imágenes, detenidas en el papel fotográfico, se entrelazan con el hilo en una tensión temporal que da forma a la obra. El pasado que habita la imagen se encuentra con el presente que la reinterpreta, generando una sincronía que no es coincidencia, sino convergencia, una resonancia entre cuerpo, paisaje y memoria.
Y así se continúa la travesía, sin certezas, pero con la convicción de que el camino se hace visible solo cuando se hila con tiempo, con memoria y cuidado por lo vivido, recordado, habitado y bordado.
El fotobordado es aquí más que una técnica, es una práctica simbólica que une lo íntimo con lo visible. Un gesto manual que transforma la imagen capturada en una superficie viva, donde lo concreto y lo emocional se cruzan. Cada obra es parte del proceso, no su final. No es destino, sino tránsito. Se construye en movimiento, entre colores, formas y pensamientos que se entrelazan en una trama única.
Bordando mi viaje no ofrece respuestas, ni busca revelarlas. Es una propuesta abierta, un espacio de contemplación donde cada obra actúa como un espejo fragmentado. Llama a pensar qué significa recorrer un camino, qué dejamos atrás y qué llevamos con nosotros. Cómo se dibuja una ruta desde el acto, desde el color, desde el hilo y la expresión.
Hay imágenes que no se miran solamente con los ojos. Algunas se tocan, se escuchan, se respiran. Otras, incluso, se habitan. Bordando mi viaje, nos invita a adentrarnos en ese tipo de imágenes: aquellas que no se conforman con mostrar, sino que exigen ser recorridas como un territorio sensible, un mapa en constante transformación y expansión.
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