
Columna de:
Claudia Collao
“Artista visual”
El arte urbano transfigurado en un proceso pictórico no convencional


Columna de opinión
de:
Claudia Collao
“Artista visual”
El arte urbano transfigurado en un proceso pictórico no convencional
Cuando el talento se mide en dinero
Por Claudia Collao, 05/10/2025
Hace tiempo vengo reflexionando sobre una práctica que se ha vuelto demasiado común en el mundo del arte: cobrar tarifas de inscripción a los artistas. Lo he vivido personalmente y lo observo con creciente incomodidad. Detrás de esa exigencia, que algunos justifican como un trámite administrativo más, se esconde en realidad un filtro económico que nada tiene que ver con la calidad de la obra.
Lo diré sin rodeos: cobrar por postular no mide talento, mide bolsillo. Y eso excluye y empobrece la diversidad artística.
Concursar debería ser un espacio de fomento, visibilidad y confrontación de propuestas. Sin embargo, cuando la entrada tiene precio, la primera selección no la hace el jurado, sino la billetera del artista. Así, lo que se presenta como una plataforma abierta se convierte en un club restringido, donde la capacidad de pago se impone sobre la fuerza creativa.
Y no hablamos de montos simbólicos. Las tarifas suelen comenzar en 70 dólares y pueden llegar hasta los 300 euros por obra en certámenes internacionales. Si un artista quiere postular a varios concursos en un año, el gasto se vuelve insostenible. Es dinero que podría destinarse a materiales, producción o simplemente a sostener la vida cotidiana. Por eso, más que un “detalle”, estas tarifas se convierten en una barrera concreta que deja fuera a muchos.
El resultado es siempre el mismo: quienes tienen respaldo institucional o recursos propios logran estar presentes en varias instancias, mientras que los demás —independientes o jóvenes emergentes— quedan excluidos. Lo que se pierde no es solo la oportunidad personal de un creador, sino también el valor colectivo de una escena más plural, diversa y arriesgada. La exclusión económica genera también exclusión estética: menos voces, menos miradas, menos innovación.
A esta ecuación se suman las ferias de arte, que deberían ser una de las vitrinas más importantes para la circulación de obras, pero que terminan repitiendo la misma lógica. El costo de participar es tan alto que la mayoría de los artistas independientes queda automáticamente excluida. Lo que podría ser un espacio de encuentro y diversidad se convierte en un escaparate donde solo quienes pueden costearlo tienen cabida. En el fondo, es más de lo mismo: un sistema que confunde profesionalización con elitismo.

Postular a un Fondart únicamente para financiar la feria tampoco resuelve el problema; sigue beneficiando a quienes ya cuentan con recursos, mientras que la precariedad del oficio recae sobre los más vulnerables. La pregunta inevitable es: ¿a quién beneficia realmente esta estructura?
He trabajado durante años de manera independiente y sé lo que significa sostener un proceso creativo con recursos limitados. Cada obra implica tiempo, esfuerzo, disciplina y riesgo económico. Pagar por concursar o endeudarse para estar en una feria no solo se siente injusto: contradice directamente la misión que muchas instituciones y gestores dicen defender, la de abrir caminos y fortalecer el ecosistema cultural. Si realmente creen en ese propósito, deberían buscar financiamiento a través de fondos públicos, alianzas privadas o patrocinios, no trasladar ese peso a quienes ya cargan con la precariedad del oficio.
Algunos justifican estas tarifas como un “filtro” que asegura postulaciones serias. La verdad es que ese filtro no mide calidad: mide capacidad de pago. Lo que se instala no es profesionalización, sino normalización de la desigualdad.
Por eso me niego a aceptar esta práctica. Negarme a pagar por concursar —y, por extensión, a aceptar ferias con costos desproporcionados— no es un gesto de terquedad personal: es una forma de defender un principio básico. El arte no puede reducirse a un peaje. La creación se mide en riesgo, en propuestas, en potencia expresiva, no en el tamaño de la billetera.
Si queremos un sistema cultural vivo, no podemos seguir validando mecanismos que excluyen. El arte necesita apertura, necesita instituciones comprometidas con abrir puertas y no con cerrarlas a quienes no pueden pagar. Decir “no” a estas prácticas es también una invitación a repensar otros modelos de financiamiento, más justos y coherentes con la idea de que la cultura es un bien común.
Yo, al menos, elijo ese camino. Porque mientras sigamos confundiendo talento con bolsillo, el arte entero pierde.
Claudia Collao
a 3 de octubre de 2025
